Rigor mortis
Llevaba unos tejanos
rotos y una camiseta naranja con un dibujo del Pato Donald. Por eso me
sorprendió cuando apareció en mi cuarto y me dijo:
—Hola, soy la
Muerte.
Había que ganar tiempo
como fuese, así que respondí lo primero que me pasó por la cabeza:
—Perdona, pero estás
muy equivocada: la Muerte soy yo.
Se quedó de piedra,
desconcertada, como intentando evaluar si a ella también le habría llegado la
hora. Posó su mirada sobre mi pijama azul con dibujos del Tío Gilito y pareció
entenderlo todo, porque inmediatamente respondió:
—Lo siento, lo
siento de veras… Debe de tratarse de algún error. Revisaré mis archivos…
—No importa, no
importa –le dije con una amplia sonrisa mientras la acompañaba tranquilamente
hacia la puerta de salida–. Otra vez será.
Musitó una nueva
excusa y desapareció por el hueco de la escalera. Entonces cerré rápidamente la
puerta y corrí hacia el armario de mi cuarto. Saqué la escopeta de caza y me
aposté en la ventana que daba a la calle. En cuanto vi la camiseta naranja
salir del portal disparé dos veces. Y antes de que cayera al suelo le grité:
—¡Nunca me han
gustado los cargos vitalicios!
“Jódete”, pensé
mientras cerraba la ventana. “Por lo de mi tío Anselmo.” Entonces volví
tranquilamente al armario, dejé la escopeta y empecé a buscar entre mis ropas.
Una camisa floreada y unas bermudas a rayas me parecieron la combinación ideal
para mi nuevo cargo. “Lo importante es pasar desapercibida”, me dije observándome
en el espejo.
Salí a la calle y me
puse a trabajar, pensando ya en las vacaciones.
Metamorfosis
En Barcelona hay una
plaza con una espiral.
Miento: en Barcelona
había una plaza con una espiral. No es que la plaza haya desaparecido, es que
ha desaparecido la espiral.
Pero ya estoy
mintiendo otra vez: la espiral no ha desaparecido, sólo se ha transformado.
Es una plaza
asfaltada, redonda, amplia, despejada y solitaria, desde cuyo centro surge (o
surgía) una enorme espiral de pintura blanca, que desaparece tras girar sobre
sí misma en el sentido de las agujas del reloj. Tendrá unos veinte metros de
diámetro (si es que es posible hablar de diámetro tratándose de una espiral) y
el grosor de la línea rondará los treinta centímetros. Tal como empieza, se
acaba: abruptamente. Como la vida o una novela inacabada. Suelo ir a pasear por
allí al caer la tarde. Me gusta sentarme en los bancos que rodean la plaza y
reseguir con la vista la espiral de pintura blanca. Algunas veces, incluso, si
no hay nadie en la plaza, me aventuro a recorrer a pie la sinuosa línea: pasito
a pasito, punta con talón y talón con punta, avanzo lentamente con los brazos
en aspas y la mirada baja. Sísifo funambulista en infinita penitencia. Seguro
que no soy el único que lo hace, siendo la tentación tan fuerte. Hacer y
deshacer la espiral. Hacer y deshacer y hacer y deshacer una y otra vez la
espiral. Una forma como cualquiera de ordenar mi vida. Pero ahora estoy
confuso: la espiral se ha transformado.
Ocurrió la semana
pasada. Al caer la tarde de un caluroso día de verano. Estaba tan absorto en
mis pensamientos que sin darme cuenta llegué al centro de la espiral. No había
nadie en la plaza y empecé a reseguir maquinalmente la línea de pintura blanca.
Pero al llegar al punto en que habitualmente se acaba la espiral y doy media
vuelta, la línea seguía. Quedé profundamente desconcertado. Cierto es que la
pintura era menos intensa y el trazado más irregular, pero al alzar ligeramente
los ojos comprobé que continuaba todavía unos metros y giraba entonces
repentinamente hacia la izquierda. Continué caminando con la mirada baja, talón
con punta y punta con talón. Giré a la izquierda en el recodo y levanté la
vista: la pintura se prolongaba en línea recta veinte o treinta metros más,
abandonando la plaza y perdiéndose en el cambio de rasante de la acera que
anuncia la calle. Di un respingo. Y me puse a correr. Al llegar a la acera, la
línea de pintura terminaba, coronada a poca distancia por un punto blanco de
unos cincuenta centímetros de diámetro. Me di la vuelta, y la perspectiva puso
ante mis ojos con claridad meridiana el resultado de la metamorfosis: la
espiral se había convertido en un enorme y alambicado signo de interrogación.
Desde entonces no he
vuelto a ir a la plaza. Me inquieta la posibilidad de que se hayan producido
nuevas transformaciones. En el bar donde desayuno cada mañana presto atención a
los comentarios de la gente; y aunque todo el mundo actúa como si no hubiese
ocurrido nada, puedo percibir en sus miradas esquivas y en sus inhabituales
silencios un poso de preocupación. Pero si me he decidido a escribir estas líneas
es porque hace unos minutos ha ocurrido un hecho excepcional: han llamado a la
puerta de mi casa. Yo no suelo recibir visitas. He abierto. No había nadie,
pero en el suelo habían dejado un sobre. En el anverso, una espiral dibujada;
en el reverso, un interrogante. He salido corriendo al balcón, con el tiempo
justo de ver a una chica de pelo moreno y alborotado alejándose calle abajo. Le
he gritado no recuerdo qué y se ha girado. Me ha parecido que sonreía. Con un
dedo ha dibujado en el aire la forma de un interrogante y ha desaparecido al
girar la esquina.
El sobre me quema en
las manos. Hay algo duro dentro. Lo miro, lo huelo, lo abro. Tan sólo hay un
CD. Lo introduzco en el ordenador. Es un vídeo de unos tres minutos. Al acabar
la proyección, respiro aliviado. Sonrío. Enciendo un cigarrillo y vuelvo a la
plaza.
En Barcelona hay una
plaza con un interrogante.[1]
[1] Nota del
editor: El autor nos envió, junto al manuscrito de Fricciones, una copia del vídeo de tres minutos que arroja algo más
de luz sobre la metamorfosis de la espiral. El lector curioso que quiera
conocer el contenido de la grabación no tiene más que entrar en la web de la
editorial (www.edalibros.com) y desentrañar el misterio.
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