Objetos
raros
El hombre limpiaba un cristal con un trapo sucio.
Cuando oyó la campanilla, alzó la vista.
—¿Qué se le ofrece?, gruñó.
—¿Usted es Valdemar?
—¿Quién quiere saberlo?
—Eso, por ahora, no importa. Me dijeron que aquí podía encontrar lo que estoy
buscando.
Valdemar cambió de tono.
—Bien, si lo que busca es especial, usted ha
llegado al sitio correcto. ¿Qué le puedo enseñar?, dijo, y se ajustó los lentes
redondos y oscuros contra la nariz.
Registré el cuarto con la mirada. Los estantes
estaban dispuestos en semicírculos sobre las paredes y había una vitrina en el
lado izquierdo. El abarrotamiento de cosas me fastidió. Traté de decir algo
para salir del paso.
—Usted es coleccionista, pero no me atrevo a
decir de qué, dije pateando algo que estaba en mi camino.
Sonrió.
—Y usted no es más perspicaz que los otros. Mejor
así, a decir verdad. ¿Qué le muestro?, insistió.
—Un astrolabio, respondí finalmente.
—Ah… bien. Un instrumento preciso y muy hermoso,
comentó, yendo hacia una mesa de color verde. Ahí había una lámina de metal
dorado con inscripciones de letras y dibujos.
—Ajá. También busco…
—Me dijeron que este objeto fue fabricado
originalmente por Ibn Al-Shatir para descifrar la astronomía, ¿sabe? Yo había
atravesado España hasta Gibraltar y después crucé a Tánger. Sin dinero y sin
fuerzas, me desmayé en el medio del mercado. Allí me recogió un marinero musulmán;
me revivió, me dio de su pan y de su agua. En agradecimiento, elegí un libro de
mi bolsa y se lo di. Eran Los Viajes de Simbad. Creí que le
gustaría leer algo parecido a su vida. ¡Imagínese! El musulmán no reconoció los
caracteres de la tapa y me miró, extrañado. Pero se recompuso enseguida y metió
la mano en un pequeño baúl. “Shatir”, me dijo, dándome esa lámina que usted ve
ahí. Yo traté de hacerle entender que no quería un canje, pero no hubo caso.
Igual, fue un alivio deshacerme de esa carga.
—¿Tanto pesa el astrolabio?
—Me refería al libro, aclaró él.
Palpé el bolsillo derecho de mi saco. Tomé el
objeto y fingí estudiarlo.
—Usted es un mentiroso, declaré.
—Amigo, usted no tiene manera de saber eso, y tampoco le concierne. ¿Qué más se
le ofrece?, preguntó, dándome la espalda.
Nunca hay que darle la espalda a un desconocido.
Lo empujé contra la vitrina; el vidrio se hizo pedazos Su cuerpo era liviano,
como si no existiera.
Tirándolo al piso, le dije:
—Busco una clepsidra.
El hombre de anteojos oscuros se incorporó a
medias; un hilo de sangre corría por su labio inferior.
—Sí… ahora las hacen de arena, pero las
originales son de agua. Las usaban en Grecia y en Roma para medir el tiempo de
los oradores, dijo, mientras caminaba hacia un armario.
Del manojo de llaves que colgaba de su cuello
sacó una y abrió el mueble. Allí había un sistema de vasos y vasijas lleno de
polvo.
Acarició el objeto. Se dio vuelta y lo puso
frente a mí.
—Yo había llegado a Berlín huyendo ya no recuerdo de qué… Ese día en la ciudad
había una ceremonia para inaugurar el reloj de agua de 13 metros que batía el
récord anterior. Había mucha gente y yo me acomodé cerca de los artesanos. Casi
todos tenían modelos a escala de la clepsidra, listos para la venta. Uno de
ellos pulía cuidadosamente algo de madera. Me acerqué a su mesa…
Lo agarré de las llaves y lo arrastré hacia mí.
—Espere, déjeme terminar. La miniatura del reloj de 13 metros era una obra de
arte. El artesano le echó agua y la cascada se deslizó pura y libre. Le
pregunté cuánto costaba. No está a la venta, me dijo. Entonces saqué un libro
de la bolsa para él, El corazón de las tinieblas, de Conrad. Pensé que
así el alemán podría conocer África; no tenía cara de haber viajado. No sé si
se apiadó de mí, pero cuando me alejé de la plaza tenía la clepsidra bajo el
brazo, y un libro menos. Lo habrá vendido seguramente…
Me sentía asfixiado por el lugar y por los cuentos de ese infeliz. Cerré las
cortinas y saqué mi Beretta 92.
—No me interesa cómo consiguió esas cosas inservibles. Usted es Valdemar.
—Precisamente, dijo él.
Apunté. Pero mi mirada se desvió hacia una jaula cubierta de óxido. Bajé el
cañón del arma.
—¿Y eso qué es?
Caminó hacia atrás y se paró cubriendo la jaula.
No quería lastimarlo, solo acabar mi trabajo. Le solté un cachetazo.
—¿Eso qué es?
—Usted no entiende…
—No entiendo qué, viejo de mierda…
Lo saqué del medio con un empujón y miré dentro
de la jaula. Había un libro. Valdemar notó mi desilusión y suspiró.
Lo miré.
—Hace muchos años quemé mi biblioteca y huí de mi casa. Me llevé diez libros;
los fui dejando en lugares lejanos, seguro de que si alguna vez volvía ya no
estarían más allí. Pero no hubo caso. Seguí queriendo leer, y la enfermedad y
el deseo me obligaron a hacer cosas de las que nunca me creí capaz. Todo lo que
pasó después, la biblioteca, esa chica en la estación del metro… Entendí que
necesitaba ayuda. Visité un templo budista aquí, en Florida, y el monje que me
aconsejó, Grandi creo que se llamaba, me hizo ver la luz. O eso creí. “Conoces
el destino que te aguarda, pero no hallas cómo alcanzarlo; los otros serán tu
instrumento”, recuerdo o creo recordar que me dijo.
—A mí eso no me concierne, dije. Volví a subir la
pistola y pensé en el monje. Valdemar
interrumpió mi divagación.
—Un matón me hizo esto, confesó. Y se sacó los
anteojos, descubriendo los cráteres de
piel que cubrían sus órbitas.
—El problema está solucionado entonces, le dije.
Su carcajada pareció un grito.
—Usted no entiende… Un alma piadosa me consiguió este lugar, donde ni los
turistas ni los curiosos sospechan nada. Pero no es suficiente. Porque sigo
leyendo.
Lo agarré del cuello.
—¿Por quién me toma, viejo imbécil? ¿Cómo es que lee ahora?
El hombre sin ojos me miró con odio.
—Yo lo traje hasta aquí, Gunther, ¿entiende? Esa
voz en el teléfono era la mía. Lo demás era solo un juego, quería alargar un
poco mi vida, presumir de mis objetos raros… Todo lo que leí está en mi cabeza,
y sigo viéndolo, y no doy más. Acabe con mi miseria. En ese cajón está el
dinero….
Era la primera vez que me contrataba una víctima.
Daba igual. Abrí el cajón y tomé mi paga.
—¿Y la jaula?
El viejo se limpió la sangre de la boca y habló.
—Deje, ese libro está maldito. Por eso lo puse
allí, cerré con llave y me la tragué. La jaula me la dieron en Nepal y está
hecha de un material único. Pero no hay tiempo para contarle la historia.
Apoyé la pistola en el centro de su frente. Pero
aflojé el gatillo.
—Valdemar, ¿qué libro es ese? ¿Qué tiene ese
libro?
Arrodillado, sonrió y alzó la cabeza.
—No tiene ningún valor, dijo. Máteme de una vez.
Agarré la Beretta por el cañón y le di un
culatazo. Después, lo arrastré fuera de la tienda. Encendí un cigarrillo y le
prendí fuego al pedazo de cartón que decía Objetos raros. El
humo comenzó a espesarse. Mientras me alejaba con
la jaula en una mano y la pistola en la otra, hice lo que nunca hago: me di
vuelta.
Sin lágrimas, Valdemar lloraba.
Lapivídeo®
Cerró los ojos y pensó en las filas blancas que
rodeaban a la fuente como fichas de un dominó. Lo cierto es que para hacer un
buen cálculo había que partir de la distribución de las áreas. A él le
correspondía lo que llamaban zona Sur, doscientas cincuenta y siete piedras de
diversos tamaños. En el Norte estaba el Zombie. En el Oeste, la Dama de Blanco.
La zona Este pertenecía al Conde. Y la zona Centro, cerca de la fuente, era el
dominio de un hombre alto y calvo a quien llamaban Lugosi. Los apodos hacían
más llevadero el trabajo, luego se convirtieron en una broma para el grupo y
finalmente se transformaron en nombres propios. Alguna vez supo el verdadero
nombre de la Dama de Blanco, pero lo había olvidado.
Doscientas cincuenta lápidas por zona, más o
menos, multiplicadas por cinco daba un resultado de mil doscientos cincuenta
muertos, regularmente visitados por familiares, amigos y hasta algunos
enemigos. Todos hablaban como si los huesos de los ataúdes se interesaran en
escucharlos. Los visitantes contaban sus desventuras en el trabajo, los
problemas que tenían con la esposa, lo maravilloso que era ver a la niña
caminar. Nunca había una pregunta para el que estaba enterrado, pensaba Alonso,
el encargado de la zona Sur.
Estaba seguro de que moriría pronto. Nunca había
tenido problemas de salud y tampoco había heredado enfermedades congénitas. Sin
embargo, el ahogo a la salida del trabajo hacía unas semanas y el mareo del día
anterior cuando miraba las noticias de las diez eran, para él, síntomas de su
final. Tenía setenta años y ya había estado sobre la tierra más de lo prudente.
Fue entonces cuando empezó a acosarlo una preocupación: ¿no debería ser
enterrado en su cementerio, junto sus muertos? Alonso había dado la vida por
ellos, por así decirlo. Y, además, si fuera enterrado en otro lugar, ¿quién
cuidaría de ellos?
Su madre le había enseñado que para triunfar en
la vida debía tener dos cualidades: frugalidad y perseverancia. Y Alonso las
tenía. Treinta y cinco años de privaciones a la hora de comprarse cosas o de
salir, tres décadas y media de guardar dinero en pequeños sobres habían
producido una buena cantidad. Además, ganaba en todos los juegos (cartas,
dados) que entretenían a los sepultureros. Por eso lo llamaban el Contador. Se
la pasaba contando las monedas. Había ahorrado pensando en que, cuando se
jubilara, viajaría a la India y trataría de convertirse al Hinduismo, para ver
si era cierto lo de la reencarnación, las muchas vidas y las muchas muertes.
Ahora entendía que esa cantidad seguramente le bastaría para ingresar a Último
Recuerdo. Pero había un problema. Todos los residentes del cementerio eran de
familia ilustre, se habían destacado en algo o habían tenido mucho
dinero. Le constaba que, a la hora de examinar solicitudes, los
directores hacían consideraciones que estaban más allá de lo monetario. En
Último Recuerdo había religiosas, políticos, niños prodigio; estaban los
Anchorena Suárez, los Pérez Nelson. ¿Cómo encajar en esa lista? Cuando
surgía algún “indeseable”, los directores se las arreglaban para negarles la
entrada y preservar la exclusividad de esa “parcela de cielo en la tierra”,
como decía la plaqueta de bronce que daba la bienvenida al lugar. Cuando joven,
Alonso había pensado en organizar a los sepultureros y protestar contra esos
abusos. Ahora, a su edad, ¿qué podía hacer?
Entró a su casa y, mientras ponía a calentar el
agua para el arroz, encendió el televisor. Generalmente no prestaba atención a
los anuncios.
Si el miedo a que lo olviden no lo deja descansar
en paz, ¡tenemos la solución para usted! Hola, soy Mr. Kanasawa, presidente de
Requiscat in Pace, Inc. Nuestra compañía, líder mundial en avances
tecnológicos, presenta la nueva videopantalla lapivídeo®.
Mediante este monitor se podrá rememorar los momentos más significativos de su
existencia, ¡como si usted estuviera allí! Sus seres queridos verán su imagen y
oirán su voz, otorgándole nueva vida mediante la reproducción de sus emociones
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usted descansa en paz, y los otros ¡se divierten para toda la eternidad!
Alonso caminó hacia la ventana. Era una noche
cerrada, y se preguntó qué dirían sus muertos. Intentó dormir en su cuarto,
pero era inútil pensar que nada había ocurrido. Cerró fuertemente los ojos como
para ahuyentar la voz del japonés y el coro que taladraba su cabeza. Cuando
volvió a estar consciente le dio un manotazo al reloj, que cayó al suelo
marcando las tres.
Había soñado su entierro. Había soñado un
cementerio que no conocía, mucho más grande que Último Recuerdo, abundante en
matorrales y en cruces blancas. Llevaba puesto el único traje que había tenido
en su vida y daba la impresión de que su cara se hubiera llenado de sangre en
el momento de la muerte y después, lentamente, se hubiera vaciado. El ataúd
estaba hecho de una madera lustrosa que resaltaba el aspecto pobre del
cementerio. En el sueño, Lugosi, el Conde, el Zombie y alguien más que no
alcanzaba a reconocer cargaban el féretro hasta el lugar de la sepultura. Vio a
Michel, su primo lejano, a un muchacho parecido a la foto escondida en el arcón
de su casa, al cura. Todos se esforzaban por sonreír, como si le dijeran,
“Alonso, fuiste un gran hombre, un abnegado ser humano y te moriste en paz”.
Una lágrima bajaba del ojo de la Dama de Blanco mientras el cura abría los
brazos y declamaba: “Queridos amigos, David Alonso conocía bien este asunto de
la muerte …” Y había soñado que el descenso era rápido y el golpe contra el
suelo, inesperado y final.
Sabía que no volvería a dormirse. Puso a calentar el café, porque había
calculado cuándo llegaría el alba.
El parte de enfermo sorprendió a sus compañeros; el Contador sólo había estado
ausente aquella vez del cólico hepático. Lugosi declaró que él mismo se
ocuparía de llamarlo hacia el mediodía. Los demás asintieron. Mientras tanto,
Alonso viajaba en tren en busca de esa palabra que se repetía una y otra vez en
el cementerio: destino. Recostado sobre la ventanilla, hurgó en el fondo de su
memoria para fijar los momentos que consideraba felices en su vida. Luego, se
dejó hipnotizar por el horizonte.
Lo primero que impresionaba del edificio era su blancura. Enceguecía lo
suficiente como para querer apartarse de él. Pero iba muy decidido. Cuando
entró, se dio cuenta de que el interior también era blanco. La recepcionista lo
miró de arriba a abajo antes de indicarle que tomara asiento y de anunciar su
presencia a la señorita Izumi Kando, la representante de la compañía en el
país. Alonso se tocaba una y otra vez el nudo de la corbata para calmar su
ansiedad. A pesar de que esa cita no estaba en la agenda del día, seguramente
la curiosidad de la señorita Kando pudo más que el protocolo. La recepcionista
lo había presentado como “un señor que dice trabajar en un cementerio”.
Alonso estrechó la mano, pero no pudo devolver la sonrisa amistosa de su
anfitriona. Él había viajado a la capital para otra cosa. Cuando explicó que
era sepulturero en el cementerio Último Recuerdo, los ojos rasgados de la
representante de Requiscat in Pace, Inc. brillaron. La recepcionista ofreció
café y él declinó. Al grano, se dijo. Y comenzó a hacer preguntas.
Señor Alonso, entendemos sus razones para acercarse hasta nuestra compañía y
no nos ofende de ningún modo. Somos una empresa joven, dispuesta a escuchar a
la gente que está en el ramo, como usted.
Antes de que continúe, déjeme comentarle cómo funciona el lapivídeo®.
La pantalla está protegida por un panel solar. Cuando el visitante ingresa un
código secreto en el tablero colocado a un lado de la lápida, el panel se eleva
y comienza el vídeo. El panel protege la pantalla de todos los fenómenos
climáticos y, además, carga la batería que hace funcionar el lapivídeo®.
El aparato tiene una vida útil de diez años y viene con una garantía de uno. Si
el cliente adquiere la garantía, nuestros técnicos estarán disponibles para
presentarse en cualquier cementerio de la ciudad por cualquier inconveniente,
veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cuatro días al año, excepto el
2 de noviembre. Tenemos planeada una campaña publicitaria que abarcará
internet, diarios, radio, y, como usted observó en un avance, televisión.
El proceso es relativamente simple. Esperamos que
una familia o un allegado se ponga en contacto con nosotros y sostenemos una
discreta comunicación con los interesados en nuestro producto. Les pedimos
fotos, imágenes grabadas, audio y todo lo que se les ocurra que pueda ayudar a
conformar el material para el vídeo. Una vez reunidos los datos, nuestros
técnicos especializados compilan una grabación de un máximo de cinco minutos
que intenta sintetizar la vida del muerto. Le aclaro que nuestro código de
ética profesional prohíbe filmaciones con antelación mayor a un mes, ya que nos
parece de mal gusto, aunque hay casos especiales, como usted se imaginará.
Señor Alonso, hemos contemplado algunos de los problemas que ocasionaría la
instalación de lapivídeo®. El vandalismo es uno de ellos. Por eso,
además de la clave para la apertura del panel, será incorporado a las
instalaciones un sistema compuesto de cámaras cerca de las tumbas y de
pantallas colocadas en un control central adyacente a las oficinas de los
cementerios de la ciudad. Uno de nuestros empleados tendrá a su cargo vigilar
que todo esté en orden. No portará armas, pero si observara algo sospechoso al
pulsar un botón enviará a la tumba un shock de electricidad que dejará
inconsciente al presunto profanador por unos minutos. Ese lapso será suficiente
para aprehenderlo. Todo sería hecho discretamente, claro. En cuanto a su otra pregunta,
nuestra postura es que no podemos ni queremos controlar la memoria del
desahuciado o de sus familiares. Con este aparato, cada uno recuerda como
quiere o elige que lo recuerden como quiere. De cualquier modo, se firma un
contrato con la parte interesada donde advertimos que no se puede difamar la
memoria del cliente ni tampoco se pueden incluir vídeos o grabaciones de audio
digamos… inapropiadas.
Le aseguro que nosotros trabajamos para
perfeccionar, individualizar y hacer más íntimo el recuerdo de un ser querido.
En nuestras encuestas, más del setenta por ciento de los entrevistados
manifestaba algún deseo de recordar mejor a los difuntos. Es más, en una de
ellas preguntamos específicamente sobre el aparato en cuestión y, para nuestra
sorpresa, ¡el cincuenta y dos por ciento consideraba positiva la idea! Es un
momento propicio para el cambio, señor Alonso. Quédese tranquilo, nuestro
producto en modo alguno invalida su profesión. Toda la ceremonia del entierro
se mantiene intacta y el vídeo no está diseñado para reemplazarla, sino para
enriquecerla; si hay algo que Requiscat in Pace, Inc. respeta son las
tradiciones y la integridad del futuro difunto. Bien, ¿qué le parece si
concluimos nuestro encuentro con una demostración?
Ahora lo abrumaba la oscuridad de la sala de proyecciones. Alcanzó a distinguir
algunos trípodes y lámparas de iluminación viejas y jugueteó con una cámara de
vídeo. Sintió el roce de la mano de la muchacha, casi levitándolo hacia la
butaca, y su voz suave y cálida.
—Aquí componemos y pasamos las películas,
explicó.
La señorita Kando tomó el control remoto y el
vídeo comenzó. Miraron en la pantalla a unas personas que a su vez miraban
imágenes proyectadas en el centro de una lápida. Alonso reconocía la formación
y la vestimenta sobria, pero al principio no pudo entender los gestos. No son
caras de entierro, pensó. La mujer, los niños, los otros, sonreían, se
abrazaban, cantaban, mientras la película mostraba a un hombre de unos cuarenta
y cinco años, sacando fotos, tomando sol, haciéndose el payaso. Alonso creyó
sentir un murmullo de aprobación.
Salieron.
—¿El costo? Bueno, ese tema amerita un rato más de charla, ¿no le parece?
Simpatizó con Izumi. Ella le había pedido que la
llamara Izumi, porque Alonso jamás se hubiera atrevido a tanto. Pensó que sería
agradable e interesante escucharla hablar en japonés.
Durante el viaje de vuelta, Alonso durmió. En su sueño todo aparecía con
vertiginosidad y por eso era difícil distinguir objetos, hechos, personas.
Alcanzó a ver una multitud de rosas rojas que rodeaban una lápida con un nombre
borroso; una fuente y micrófonos; un traje mucho mejor del que tenía; unos
dedos de muerto; alcanzó a ver a sus padres, fallecidos hacía largo rato, quienes
le hicieron un gesto que él no pudo reconocer.
Regresó a trabajar y lo primero que hizo fue visitar la oficina del director de
Último Recuerdo, Carlos Balbuena. Estuvo allí largo rato. Cuando se apareció
por la casita donde se reunía con sus compañeros, Lugosi le reprochó
amistosamente que no le hubiera devuelto la llamada y él se disculpó en voz
baja. Esa semana fue peculiar. Perdió en casi todos los juegos en los que
participó y esto complació al Zombie, que albergaba una secreta envidia hacia
la pequeña fortuna del Contador. En varias ocasiones, el Conde lo encontró
observando fijamente el lote ubicado entre la científica Karla Uriarte y el
músico Pastor Mosconi. El viernes, entregó a cada integrante del equipo de
sepultureros un sobre amarillento. La Dama de Blanco no entendió.
Antes de regresar a su casa, se aseguró de tener
los derechos exclusivos de su vídeo para la primera emisión. Todos los días de
esa semana había tenido el mismo sueño que lo acompañara en su viaje de retorno
de las oficinas de Requiscat in Pace, Inc.
El lunes fue el funeral. Era claro que todas las partes involucradas obtendrían
algo positivo de la tragedia. Último Recuerdo sería el primer cementerio en el
país en contar con un lapivídeo® que recordaría la vida de uno de
sus hijos pródigos, Requiscat in Pace, Inc. ponía a funcionar su prototipo y
lograba la difusión de su producto y Alonso se ganaba su lugar y descansaría
junto a sus muertos. Las cámaras de televisión, el director del cementerio, la
señorita Kando, sus compañeros y algunos curiosos se colocaron frente a la
lápida que rezaba David Alonso, con un reluciente recuadro de plástico
indestructible en su centro. La representante de la compañía y el director del
cementerio posaron para la foto y pulsaron la clave. De la lápida brotaron
cuerpos fornicando en lenguas distintas, una pistola sobre una nuca que todos
reconocieron, una nota que anunciaba siempre hice trampa.
Alonso sonreía desde la pantalla.
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