De Fuera de lugar



Fuera de lugar. Lima, Perú: Borrador Editores, 2012.

Objetos raros
El hombre limpiaba un cristal con un trapo sucio. Cuando oyó la campanilla, alzó la vista.
            —¿Qué se le ofrece?, gruñó.
            —¿Usted es Valdemar?
            —¿Quién quiere saberlo?
            —Eso, por ahora, no importa. Me dijeron que aquí podía encontrar lo que estoy buscando.
Valdemar cambió de tono.
—Bien, si lo que busca es especial, usted ha llegado al sitio correcto. ¿Qué le puedo enseñar?, dijo, y se ajustó los lentes redondos y oscuros contra la nariz.
Registré el cuarto con la mirada. Los estantes estaban dispuestos en semicírculos sobre las paredes y había una vitrina en el lado izquierdo. El abarrotamiento de cosas me fastidió. Traté de decir algo para salir del paso.
—Usted es coleccionista, pero no me atrevo a decir de qué, dije pateando algo que estaba en mi camino.
Sonrió.
—Y usted no es más perspicaz que los otros. Mejor así, a decir verdad. ¿Qué le muestro?, insistió.
—Un astrolabio, respondí finalmente.
—Ah… bien. Un instrumento preciso y muy hermoso, comentó, yendo hacia una mesa de color verde. Ahí había una lámina de metal dorado con inscripciones de letras y dibujos.
—Ajá. También busco…
—Me dijeron que este objeto fue fabricado originalmente por Ibn Al-Shatir para descifrar la astronomía, ¿sabe? Yo había atravesado España hasta Gibraltar y después crucé a Tánger. Sin dinero y sin fuerzas, me desmayé en el medio del mercado. Allí me recogió un marinero musulmán; me revivió, me dio de su pan y de su agua. En agradecimiento, elegí un libro de mi bolsa y se lo di. Eran Los Viajes de Simbad. Creí que le gustaría leer algo parecido a su vida. ¡Imagínese! El musulmán no reconoció los caracteres de la tapa y me miró, extrañado. Pero se recompuso enseguida y metió la mano en un pequeño baúl. “Shatir”, me dijo, dándome esa lámina que usted ve ahí. Yo traté de hacerle entender que no quería un canje, pero no hubo caso. Igual, fue un alivio deshacerme de esa carga.
            —¿Tanto pesa el astrolabio?
            —Me refería al libro, aclaró él.
Palpé el bolsillo derecho de mi saco. Tomé el objeto y fingí estudiarlo.
            —Usted es un mentiroso, declaré.
            —Amigo, usted no tiene manera de saber eso, y tampoco le concierne. ¿Qué más se le ofrece?, preguntó, dándome la espalda.
Nunca hay que darle la espalda a un desconocido. Lo empujé contra la vitrina; el vidrio se hizo pedazos Su cuerpo era liviano, como si no existiera.
Tirándolo al piso, le dije:
—Busco una clepsidra.
El hombre de anteojos oscuros se incorporó a medias; un hilo de sangre corría por su labio inferior.
—Sí… ahora las hacen de arena, pero las originales son de agua. Las usaban en Grecia y en Roma para medir el tiempo de los oradores, dijo, mientras caminaba hacia un armario.
Del manojo de llaves que colgaba de su cuello sacó una y abrió el mueble. Allí había un sistema de vasos y vasijas lleno de polvo.
Acarició el objeto. Se dio vuelta y lo puso frente a mí.
            —Yo había llegado a Berlín huyendo ya no recuerdo de qué… Ese día en la ciudad había una ceremonia para inaugurar el reloj de agua de 13 metros que batía el récord anterior. Había mucha gente y yo me acomodé cerca de los artesanos. Casi todos tenían modelos a escala de la clepsidra, listos para la venta. Uno de ellos pulía cuidadosamente algo de madera. Me acerqué a su mesa…
            Lo agarré de las llaves y lo arrastré hacia mí.
            —Espere, déjeme terminar. La miniatura del reloj de 13 metros era una obra de arte. El artesano le echó agua y la cascada se deslizó pura y libre. Le pregunté cuánto costaba. No está a la venta, me dijo. Entonces saqué un libro de la bolsa para él, El corazón de las tinieblas, de Conrad. Pensé que así el alemán podría conocer África; no tenía cara de haber viajado. No sé si se apiadó de mí, pero cuando me alejé de la plaza tenía la clepsidra bajo el brazo, y un libro menos. Lo habrá vendido seguramente…
            Me sentía asfixiado por el lugar y por los cuentos de ese infeliz. Cerré las cortinas y saqué mi Beretta 92.
            —No me interesa cómo consiguió esas cosas inservibles. Usted es Valdemar.
            —Precisamente, dijo él.
            Apunté. Pero mi mirada se desvió hacia una jaula cubierta de óxido. Bajé el cañón del arma.
            —¿Y eso qué es?
            Caminó hacia atrás y se paró cubriendo la jaula.
            No quería lastimarlo, solo acabar mi trabajo. Le solté un cachetazo.
            —¿Eso qué es?
            —Usted no entiende…
            —No entiendo qué, viejo de mierda…
Lo saqué del medio con un empujón y miré dentro de la jaula. Había un libro. Valdemar notó mi desilusión y suspiró.
            Lo miré.
            —Hace muchos años quemé mi biblioteca y huí de mi casa. Me llevé diez libros; los fui dejando en lugares lejanos, seguro de que si alguna vez volvía ya no estarían más allí. Pero no hubo caso. Seguí queriendo leer, y la enfermedad y el deseo me obligaron a hacer cosas de las que nunca me creí capaz. Todo lo que pasó después, la biblioteca, esa chica en la estación del metro… Entendí que necesitaba ayuda. Visité un templo budista aquí, en Florida, y el monje que me aconsejó, Grandi creo que se llamaba, me hizo ver la luz. O eso creí. “Conoces el destino que te aguarda, pero no hallas cómo alcanzarlo; los otros serán tu instrumento”, recuerdo o creo recordar que me dijo.
—A mí eso no me concierne, dije. Volví a subir la pistola y pensé en el monje. Valdemar
interrumpió mi divagación.
—Un matón me hizo esto, confesó. Y se sacó los anteojos, descubriendo los cráteres de
piel que cubrían sus órbitas.
            —El problema está solucionado entonces, le dije.
            Su carcajada pareció un grito.
            —Usted no entiende… Un alma piadosa me consiguió este lugar, donde ni los turistas ni los curiosos sospechan nada. Pero no es suficiente. Porque sigo leyendo.
            Lo agarré del cuello.
            —¿Por quién me toma, viejo imbécil? ¿Cómo es que lee ahora?
            El hombre sin ojos me miró con odio.
—Yo lo traje hasta aquí, Gunther, ¿entiende? Esa voz en el teléfono era la mía. Lo demás era solo un juego, quería alargar un poco mi vida, presumir de mis objetos raros… Todo lo que leí está en mi cabeza, y sigo viéndolo, y no doy más. Acabe con mi miseria. En ese cajón está el dinero….
Era la primera vez que me contrataba una víctima. Daba igual. Abrí el cajón y tomé mi paga.
—¿Y la jaula?
El viejo se limpió la sangre de la boca y habló.
—Deje, ese libro está maldito. Por eso lo puse allí, cerré con llave y me la tragué. La jaula me la dieron en Nepal y está hecha de un material único. Pero no hay tiempo para contarle la historia.
Apoyé la pistola en el centro de su frente. Pero aflojé el gatillo.
—Valdemar, ¿qué libro es ese? ¿Qué tiene ese libro?
Arrodillado, sonrió y alzó la cabeza.
—No tiene ningún valor, dijo. Máteme de una vez.
Agarré la Beretta por el cañón y le di un culatazo. Después, lo arrastré fuera de la tienda. Encendí un cigarrillo y le prendí fuego al pedazo de cartón que decía Objetos raros. El
humo comenzó a espesarse. Mientras me alejaba con la jaula en una mano y la pistola en la otra, hice lo que nunca hago: me di vuelta.
Sin lágrimas, Valdemar lloraba.



Lapivídeo®

Cerró los ojos y pensó en las filas blancas que rodeaban a la fuente como fichas de un dominó. Lo cierto es que para hacer un buen cálculo había que partir de la distribución de las áreas. A él le correspondía lo que llamaban zona Sur, doscientas cincuenta y siete piedras de diversos tamaños. En el Norte estaba el Zombie. En el Oeste, la Dama de Blanco. La zona Este pertenecía al Conde. Y la zona Centro, cerca de la fuente, era el dominio de un hombre alto y calvo a quien llamaban Lugosi. Los apodos hacían más llevadero el trabajo, luego se convirtieron en una broma para el grupo y finalmente se transformaron en nombres propios. Alguna vez supo el verdadero nombre de la Dama de Blanco, pero lo había olvidado.
Doscientas cincuenta lápidas por zona, más o menos, multiplicadas por cinco daba un resultado de mil doscientos cincuenta muertos, regularmente visitados por familiares, amigos y hasta algunos enemigos. Todos hablaban como si los huesos de los ataúdes se interesaran en escucharlos. Los visitantes contaban sus desventuras en el trabajo, los problemas que tenían con la esposa, lo maravilloso que era ver a la niña caminar. Nunca había una pregunta para el que estaba enterrado, pensaba Alonso, el encargado de la zona Sur.
Estaba seguro de que moriría pronto. Nunca había tenido problemas de salud y tampoco había heredado enfermedades congénitas. Sin embargo, el ahogo a la salida del trabajo hacía unas semanas y el mareo del día anterior cuando miraba las noticias de las diez eran, para él, síntomas de su final. Tenía setenta años y ya había estado sobre la tierra más de lo prudente. Fue entonces cuando empezó a acosarlo una preocupación: ¿no debería ser enterrado en su cementerio, junto sus muertos? Alonso había dado la vida por ellos, por así decirlo. Y, además, si fuera enterrado en otro lugar, ¿quién cuidaría de ellos?
Su madre le había enseñado que para triunfar en la vida debía tener dos cualidades: frugalidad y perseverancia. Y Alonso las tenía. Treinta y cinco años de privaciones a la hora de comprarse cosas o de salir, tres décadas y media de guardar dinero en pequeños sobres habían producido una buena cantidad. Además, ganaba en todos los juegos (cartas, dados) que entretenían a los sepultureros. Por eso lo llamaban el Contador. Se la pasaba contando las monedas. Había ahorrado pensando en que, cuando se jubilara, viajaría a la India y trataría de convertirse al Hinduismo, para ver si era cierto lo de la reencarnación, las muchas vidas y las muchas muertes. Ahora entendía que esa cantidad seguramente le bastaría para ingresar a Último Recuerdo. Pero había un problema. Todos los residentes del cementerio eran de familia ilustre, se habían destacado en algo o habían tenido mucho dinero.  Le constaba que, a la hora de examinar solicitudes, los directores hacían consideraciones que estaban más allá de lo monetario. En Último Recuerdo había religiosas, políticos, niños prodigio; estaban los Anchorena Suárez, los  Pérez Nelson. ¿Cómo encajar en esa lista? Cuando surgía algún “indeseable”, los directores se las arreglaban para negarles la entrada y preservar la exclusividad de esa “parcela de cielo en la tierra”, como decía la plaqueta de bronce que daba la bienvenida al lugar. Cuando joven, Alonso había pensado en organizar a los sepultureros y protestar contra esos abusos. Ahora, a su edad, ¿qué podía hacer?
Entró a su casa y, mientras ponía a calentar el agua para el arroz, encendió el televisor. Generalmente no prestaba atención a los anuncios.
Si el miedo a que lo olviden no lo deja descansar en paz, ¡tenemos la solución para usted! Hola, soy Mr. Kanasawa, presidente de Requiscat in Pace, Inc. Nuestra compañía, líder mundial en avances tecnológicos, presenta la nueva videopantalla lapivídeo®. Mediante este monitor se podrá rememorar los momentos más significativos de su existencia, ¡como si usted estuviera allí! Sus seres queridos verán su imagen y oirán su voz, otorgándole nueva vida mediante la reproducción de sus emociones y alegrías. ¡Transforme sus lágrimas en sonrisas y adquiera hoy mismo su videopantalla! Llame al 43 75 25 25 o ingrese a nuestro sitio en la red www.RequiscatinPace.com para más información sobre este revolucionario producto. Con lapivídeo®, usted descansa en paz, y los otros ¡se divierten para toda la eternidad!
Alonso caminó hacia la ventana. Era una noche cerrada, y se preguntó qué dirían sus muertos. Intentó dormir en su cuarto, pero era inútil pensar que nada había ocurrido. Cerró fuertemente los ojos como para ahuyentar la voz del japonés y el coro que taladraba su cabeza. Cuando volvió a estar consciente le dio un manotazo al reloj, que cayó al suelo marcando las tres.
Había soñado su entierro. Había soñado un cementerio que no conocía, mucho más grande que Último Recuerdo, abundante en matorrales y en cruces blancas. Llevaba puesto el único traje que había tenido en su vida y daba la impresión de que su cara se hubiera llenado de sangre en el momento de la muerte y después, lentamente, se hubiera vaciado. El ataúd estaba hecho de una madera lustrosa que resaltaba el aspecto pobre del cementerio. En el sueño, Lugosi, el Conde, el Zombie y alguien más que no alcanzaba a reconocer cargaban el féretro hasta el lugar de la sepultura. Vio a Michel, su primo lejano, a un muchacho parecido a la foto escondida en el arcón de su casa, al cura. Todos se esforzaban por sonreír, como si le dijeran, “Alonso, fuiste un gran hombre, un abnegado ser humano y te moriste en paz”. Una lágrima bajaba del ojo de la Dama de Blanco mientras el cura abría los brazos y declamaba: “Queridos amigos, David Alonso conocía bien este asunto de la muerte …” Y había soñado que el descenso era rápido y el golpe contra el suelo, inesperado y final.
            Sabía que no volvería a dormirse. Puso a calentar el café, porque había calculado cuándo llegaría el alba.
            El parte de enfermo sorprendió a sus compañeros; el Contador sólo había estado ausente aquella vez del cólico hepático. Lugosi declaró que él mismo se ocuparía de llamarlo hacia el mediodía. Los demás asintieron. Mientras tanto, Alonso viajaba en tren en busca de esa palabra que se repetía una y otra vez en el cementerio: destino. Recostado sobre la ventanilla, hurgó en el fondo de su memoria para fijar los momentos que consideraba felices en su vida. Luego, se dejó hipnotizar por el horizonte.
            Lo primero que impresionaba del edificio era su blancura. Enceguecía lo suficiente como para querer apartarse de él. Pero iba muy decidido. Cuando entró, se dio cuenta de que el interior también era blanco. La recepcionista lo miró de arriba a abajo antes de indicarle que tomara asiento y de anunciar su presencia a la señorita Izumi Kando, la representante de la compañía en el país. Alonso se tocaba una y otra vez el nudo de la corbata para calmar su ansiedad. A pesar de que esa cita no estaba en la agenda del día, seguramente la curiosidad de la señorita Kando pudo más que el protocolo. La recepcionista lo había presentado como “un señor que dice trabajar en un cementerio”.
            Alonso estrechó la mano, pero no pudo devolver la sonrisa amistosa de su anfitriona. Él había viajado a la capital para otra cosa. Cuando explicó que era sepulturero en el cementerio Último Recuerdo, los ojos rasgados de la representante de Requiscat in Pace, Inc. brillaron. La recepcionista ofreció café y él declinó. Al grano, se dijo. Y comenzó a hacer preguntas.
            Señor Alonso, entendemos sus razones para acercarse hasta nuestra compañía y no nos ofende de ningún modo. Somos una empresa joven, dispuesta a escuchar a la gente que está en el ramo, como usted.
            Antes de que continúe, déjeme comentarle cómo funciona el lapivídeo®. La pantalla está protegida por un panel solar. Cuando el visitante ingresa un código secreto en el tablero colocado a un lado de la lápida, el panel se eleva y comienza el vídeo. El panel protege la pantalla de todos los fenómenos climáticos y, además, carga la batería que hace funcionar el lapivídeo®. El aparato tiene una vida útil de diez años y viene con una garantía de uno. Si el cliente adquiere la garantía, nuestros técnicos estarán disponibles para presentarse en cualquier cementerio de la ciudad por cualquier inconveniente, veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cuatro días al año, excepto el 2 de noviembre. Tenemos planeada una campaña publicitaria que abarcará internet, diarios, radio, y, como usted observó en un avance, televisión.
El proceso es relativamente simple. Esperamos que una familia o un allegado se ponga en contacto con nosotros y sostenemos una discreta comunicación con los interesados en nuestro producto. Les pedimos fotos, imágenes grabadas, audio y todo lo que se les ocurra que pueda ayudar a conformar el material para el vídeo. Una vez reunidos los datos, nuestros técnicos especializados compilan una grabación de un máximo de cinco minutos que intenta sintetizar la vida del muerto. Le aclaro que nuestro código de ética profesional prohíbe filmaciones con antelación mayor a un mes, ya que nos parece de mal gusto, aunque hay casos especiales, como usted se imaginará.
            Señor Alonso, hemos contemplado algunos de los problemas que ocasionaría la instalación de lapivídeo®. El vandalismo es uno de ellos. Por eso, además de la clave para la apertura del panel, será incorporado a las instalaciones un sistema compuesto de cámaras cerca de las tumbas y de pantallas colocadas en un control central adyacente a las oficinas de los cementerios de la ciudad. Uno de nuestros empleados tendrá a su cargo vigilar que todo esté en orden. No portará armas, pero si observara algo sospechoso al pulsar un botón enviará a la tumba un shock de electricidad que dejará inconsciente al presunto profanador por unos minutos. Ese lapso será suficiente para aprehenderlo. Todo sería hecho discretamente, claro. En cuanto a su otra pregunta, nuestra postura es que no podemos ni queremos controlar la memoria del desahuciado o de sus familiares. Con este aparato, cada uno recuerda como quiere o elige que lo recuerden como quiere. De cualquier modo, se firma un contrato con la parte interesada donde advertimos que no se puede difamar la memoria del cliente ni tampoco se pueden incluir vídeos o grabaciones de audio digamos… inapropiadas.          
Le aseguro que nosotros trabajamos para perfeccionar, individualizar y hacer más íntimo el recuerdo de un ser querido. En nuestras encuestas, más del setenta por ciento de los entrevistados manifestaba algún deseo de recordar mejor a los difuntos. Es más, en una de ellas preguntamos específicamente sobre el aparato en cuestión y, para nuestra sorpresa, ¡el cincuenta y dos por ciento consideraba positiva la idea! Es un momento propicio para el cambio, señor Alonso. Quédese tranquilo, nuestro producto en modo alguno invalida su profesión. Toda la ceremonia del entierro se mantiene intacta y el vídeo no está diseñado para reemplazarla, sino para enriquecerla; si hay algo que Requiscat in Pace, Inc. respeta son las tradiciones y la integridad del futuro difunto. Bien, ¿qué le parece si concluimos nuestro encuentro con una demostración?
            Ahora lo abrumaba la oscuridad de la sala de proyecciones. Alcanzó a distinguir algunos trípodes y lámparas de iluminación viejas y jugueteó con una cámara de vídeo. Sintió el roce de la mano de la muchacha, casi levitándolo hacia la butaca, y su voz suave y cálida.
Aquí componemos y pasamos las películas, explicó.
La señorita Kando tomó el control remoto y el vídeo comenzó. Miraron en la pantalla a unas personas que a su vez miraban imágenes proyectadas en el centro de una lápida. Alonso reconocía la formación y la vestimenta sobria, pero al principio no pudo entender los gestos. No son caras de entierro, pensó. La mujer, los niños, los otros, sonreían, se abrazaban, cantaban, mientras la película mostraba a un hombre de unos cuarenta y cinco años, sacando fotos, tomando sol, haciéndose el payaso. Alonso creyó sentir un murmullo de aprobación.
            Salieron.
            —¿El costo? Bueno, ese tema amerita un rato más de charla, ¿no le parece?
Simpatizó con Izumi. Ella le había pedido que la llamara Izumi, porque Alonso jamás se hubiera atrevido a tanto. Pensó que sería agradable e interesante escucharla hablar en japonés.
            Durante el viaje de vuelta, Alonso durmió. En su sueño todo aparecía con vertiginosidad y por eso era difícil distinguir objetos, hechos, personas. Alcanzó a ver una multitud de rosas rojas que rodeaban una lápida con un nombre borroso; una fuente y micrófonos; un traje mucho mejor del que tenía; unos dedos de muerto; alcanzó a ver a sus padres, fallecidos hacía largo rato, quienes le hicieron un gesto que él no pudo reconocer.
            Regresó a trabajar y lo primero que hizo fue visitar la oficina del director de Último Recuerdo, Carlos Balbuena. Estuvo allí largo rato. Cuando se apareció por la casita donde se reunía con sus compañeros, Lugosi le reprochó amistosamente que no le hubiera devuelto la llamada y él se disculpó en voz baja. Esa semana fue peculiar. Perdió en casi todos los juegos en los que participó y esto complació al Zombie, que albergaba una secreta envidia hacia la pequeña fortuna del Contador. En varias ocasiones, el Conde lo encontró observando fijamente el lote ubicado entre la científica Karla Uriarte y el músico Pastor Mosconi. El viernes, entregó a cada integrante del equipo de sepultureros un sobre amarillento. La Dama de Blanco no entendió.
Antes de regresar a su casa, se aseguró de tener los derechos exclusivos de su vídeo para la primera emisión. Todos los días de esa semana había tenido el mismo sueño que lo acompañara en su viaje de retorno de las oficinas de Requiscat in Pace, Inc.
            El lunes fue el funeral. Era claro que todas las partes involucradas obtendrían algo positivo de la tragedia. Último Recuerdo sería el primer cementerio en el país en contar con un lapivídeo® que recordaría la vida de uno de sus hijos pródigos, Requiscat in Pace, Inc. ponía a funcionar su prototipo y lograba la difusión de su producto y Alonso se ganaba su lugar y descansaría junto a sus muertos. Las cámaras de televisión, el director del cementerio, la señorita Kando, sus compañeros y algunos curiosos se colocaron frente a la lápida que rezaba David Alonso, con un reluciente recuadro de plástico indestructible en su centro. La representante de la compañía y el director del cementerio posaron para la foto y pulsaron la clave. De la lápida brotaron cuerpos fornicando en lenguas distintas, una pistola sobre una nuca que todos reconocieron, una nota que anunciaba siempre hice trampa.
Alonso sonreía desde la pantalla.

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