Supervivencia del más
apto
Desde que cumplí setenta años, entreno a mi
mujer todas las mañanas a fin de que, llegado el caso, pueda asistirse en su
viudez. Se podría pensar que es prematuro, pero las estadísticas me confirman
que mis previsiones tienen un fundamento: los hombres nos vamos antes. ¿Y
alguien se ha detenido a pensar en las penalidades de la viuda cuando sus
facultades menguan? La historia de la viuda alegre pertenece al cine y la
literatura. En la realidad, las viudas se quedan ciegas, sordas, cojas,
etcétera. Una vez se supo del caso de una viuda amnésica que se empeñaba en
cobrar su pensión a nombre de otra y pasó años sin conseguirlo. Mi mujer,
cuando oye estas historias, se aterra. Por eso he decidido entrenarla en el
arte del deterioro. Lo ideal sería ir de la cabeza a los pies, le digo, y la
alecciono sobre las ventajas de ir siguiendo una lógica. A ver, pensemos.
¿Cuáles son los verdaderos problemas de
las viudas? Las tuertas, por ejemplo. Apenas si logran que alguien repare en
ellas. En general no las atienden, las mandan a otras ventanillas. Podrían
despertar mayor interés si se decidieran por la solución radical: o los dos
ojos o ninguno. Optaremos por los dos. Mi mujer se agita. Tranquila, le aclaro,
para eso está la profilaxis. Le pongo un paño grueso en los ojos y le digo:
adelante, ten ánimo. Más vale empezar a tiempo. Lo primero es caminar por el
cuarto sin que te tropieces. Ella da dos pasos y tira la lámpara de pie. ¡Es
que nunca antes he sido ciega!, se disculpa. Yo discrepo. Para ser ciega eres
pésima, le digo. No usas las yemas de los dedos ni adelantas un pie. No
comprendes que la esencia del desplazamiento del ciego es huir del obstáculo.
¿Qué tal si me tiras encima la jarra de té caliente? ¡Pero si tú ya no estarás!,
responde. Muy bien, no estaré, pero ¿y quién me garantiza que no te arrojarás
por la ventana? Los ciegos palpan, tantean, abren bien los dedos tratando de
emerger de las aguas profundas de esa otra falta de memoria que es la ceguera.
En cambio tú te confías mucho. Crees que todo es cosa de improvisar. Ella busca
una salida. Dice que sabrá si corre peligro gracias al oído, que tiene mucho
más fino que yo. Bueno, intentemos por ahí, le digo, no sea que te quedes
sorda. Después de ponerle tapones, le ato unas cuerdas en los dedos anular y
medio de las que tiraré cada vez que alguien llame a la puerta. Pienso
adaptarle un artefacto que cumpla esta función cuando yo no esté. Tomé esta
medida porque antes probamos con un foco que encendía al accionar el timbre
pero tardó horas en darse cuenta. Cuando se lo hice ver, dijo que la razón era
que se confundía: no sabía si en ese momento era ciega o sorda. Tras varios
intentos, decidí atarle cuerdas por todo el cuerpo: en una pierna, para avisar
que algo ardía en la lumbre, en los brazos, para indicarle que alguien venía
subiendo por la escalera. Con todo, fue mejor ciega que sorda. Le expliqué que
si alguien se metiera a asaltarla no tendría forma de defenderse. Aumenté el
grado de dificultad con una mordaza que le impedía gritar, pero ella tuvo otra
idea. Los pies, querido, dijo. Pienso que ese sería mi verdadero Waterloo.
¿Cómo iría a cobrar la pensión si no pudiera moverme? No pude más que sonreír.
Ya se ve la clase de viuda que serás. Inválida, pero avarienta. Procedimos.
Ella dobló una pierna y sujetándola por detrás con una mano me dijo: Mira,
podría caminar así, a saltitos. Le expliqué que las cojas tienen problemas
mucho peores que moverse o no moverse. De hecho, tienen mayores problemas que
las tuertas. Un cojo está condenado a la soledad, expliqué. Jamás verás cojos
en compañía de otros cojos. No son como los ciegos que suelen andar en fila
india, como un ejército desorientado pero solidario. Hay escuelas para ciegos,
tours de ciegos, pero ¿has visto excursiones de cojos? Tuvo que admitir que no.
Un cojo no es sólo un cojo, es una fórmula compensatoria que va más allá del
pie: un cojo siempre está cojo de la compañía de otro. Un paralítico, en
cambio, es el centro de atención. Piensa y verás: no hay quien se niegue a
empujar una silla de ruedas, aunque lo haga de mal modo. A regañadientes se
hincó. Trató de avanzar de este modo pero el sobrepeso y las pantorrillas le
estorbaban. ¡Es que no puedo!, dijo. Volví a sonreír. Ya verás que sin mí la
vida no es tan sencilla como parece. Y aun nos queda la parálisis, añadí. La
conduje al lecho y la até de pies y manos. Acostada en la cama sin poder
desplazarse ¿qué podría hacer? Podrías recordarme, sugerí. Me respondió: para
qué. Para matar el tiempo, por ejemplo. Si lo único que tendría sería el tiempo
¿para qué querría matarlo?, dijo. Las viudas tienen una lógica implacable.
Había que prepararla para cuando la perdiera. A ver, haz de cuenta que no soy
el que tú crees, ¿quién soy?, pregunté. Eres ¡un visitante! No. Eres ¡un
asaltante! No. Eres… ¡el perro! Cuando se cansó, dijo: tú lo que quieres es
volverme loca. Está bien, admití, dejemos este ejercicio. No conocerás esta
herramienta. ¡No, por favor!, suplicó, continuemos, te lo ruego.
Los locos son convincentes hasta ese grado en
que aun rebelándonos, acaban por tener la razón.