De La apariencia de las cosas


 La apariencia de las cosas. México: UNAM, 1997.

El último héroe

La escena se repetía: el sombrero negro, el inevitable tiroteo, la huida exitosa. Marcelo decidió encarnarse en un personaje y terminar con la leyenda de Joe West, el Eterno. Él no podía fallar: en aquel mundo ficticio sería el único ser con algo de realidad... y ese dejo real lo haría inmune.
            
Cerró las persianas. Se puso el sombrero blanco y el cinturón con el Colt 45 de empuñadura de nácar. A lo lejos se escuchaban gritos y bocinazos: sonidos de otro mundo, otro tiempo, otro espacio. De ahora en adelante sería Billy el Justiciero, paladín de la ley y el orden en el 2 americano.
           
Comenzó a caminar lentamente por las calles de aquel pueblo tan parecido a los otros. Le dolían los pies; no estaba acostumbrado a las botas. Entró al bar y preguntó por Joe West. Los parroquianos emitieron una sonora carcajada. Será mi tamaño, pensó. Con tono de sorna le dijeron que West se hospedaba en el Ranch Inn, al final de la calle. Pidió un whisky (siempre había querido tomar un trago en esos lugares). Apuró el vaso y se sorprendió de lo bien que había aprendido los gestos de sus héroes. Empujó las puertas del bar y salió.
 
Sin piedad alguna, el sol castigaba el polvo. Un perro paseaba despreocupado; a lo lejos asomaba un cactus solitario. Una gota de sudor frío se deslizó por su sien, y en ese momento apareció Joe West, el Eterno, manos a los lados, sonrisa amarga. Todo es como me lo había imaginado, pensó Billy. Los parroquianos del bar se acercaron a la puerta; los intrigaba esta situación atípica: ¿qué haría West ante el desafío del hombrecillo?
            
Billy el Justiciero se escudaba en su certeza de realidad. Sabía que no era Billy sino Marcelo y que no estaba en el lejano oeste sino en su habitación, a oscuras. Pero West, a veinte pasos de él, lo asustaba. Su mirada no era iracunda o soberbia; ni siquiera triste. Sus ojos eran los de un ser sin tiempo. Billy echó el sombrero para atrás y deslizó su mano derecha hacia la cartuchera, consciente de que imitaba a la perfección los movimientos tantas veces vistos. Pero no llegó a empuñar el Colt. Tres disparos secos detuvieron su mano. Una sensación de calor plácido invadió su cuerpo. Antes de desplomarse, alcanzó a ver cómo la silueta negra de West se desvanecía en el polvo de aquel pueblo.
            
La mujer gritó, histérica, al descubrir el cadáver de su hijo. No terminaba de entender: Marcelo, diez años, sombrero blanco, revólver de juguete, revista de cowboy favorita, tres agujeros en su cuerpito sin vida.
            
Joe West, el Eterno, sombrero negro, camisa negra, pantalones negros, montó en su caballo y se alejó. Había matado una vez más. No podía darse el lujo de la piedad, de considerar la edad de su contrincante, de reparar en el hecho de que procedían de mundos diferentes. El Mal debía perdurar, aun a costa de la vida de Marcelo, su lector más fiel.


Los perros

Aúllan desde el horizonte inevitable de su raza maldita.
Con paso firme, avanzan sujetos por la geometría de la decisión. Unos desfallecen y otros mueren, frágiles ante la inclemencia del lago de aguas doradas. La marcha no se detiene. Soportan cansancio y frío; hambre y dolor. No conciben la claudicación. Luchan, destrozan, conquistan.
El espacio comienza a definir sus contornos: la desolación y el abandono tejen lentamente el olvido. El cielo extiende su capa de algodón gris sobre los hombros henchidos y se oculta detrás de un arbusto inútil. A lo lejos, aparecen las melancólicas casas; quién sabe por obra de qué milagro han resistido los embates. Desde su impenitencia, el tiempo se torna irrelevante.
Piensan en iniciar la inspección rutinaria y comienzan a rastrear y a husmear. Los detiene una ráfaga de viento que acaricia violentamente las maderas desvencijadas de un añejo establo. Creen mejor subir la guardia y estar atentos. No quieren sufrir ninguna baja; son perfeccionistas. Prefieren meditar, soñar, aguardar.
Los habitantes del pueblo espían a los invasores a través de las mezquinas celosías de sus destinos. Intuyen que la historia es un proceso cíclico de hechos y lugares anodinos y recurrentes. Hubo alguna vez un intento de resistencia. Resultó un fracaso. El líder se acobardó y firmó la rendición. Lo hizo por el bien de su pueblito que jamás osaría oponerse a la crueldad de estos bárbaros. El pacto creaba una sensación de felicidad —ilusoria, finita, gratificante— que permitía a los ciudadanos refugiarse en un prolijo encadenamiento de bostezos. Por lo tanto, se apropiaron de un espejismo parecido al de la vida humana: las madres amamantan a sus hijos, los padres salen de cacería con sus machos, y todos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pero aquella tarde de hora cero era diferente: era tiempo de partir, de sufrir, de morir.
Se aproxima el instante del encuentro, y el aire parece quedarse sin voz. El ejército conquistador se apodera casi con desgano del polvo de la calle; sin embargo, hay desconfianza. La calma, la facilidad son insoportables. Ya tendrían que haber salido como siempre lo hacen: caminando con ligereza hacia el centro del pueblo, entre gemidos y balbuceos que ruegan piedad hacia los más débiles. Pero esta vez las cosas no son así: el silencio es casi animal.
Las víctimas del ataque cumplen con una estrategia diagramada en medio de la cobardía y de la impotencia. Al contrariar las acciones preestablecidas, confunden al enemigo e instalan dudas en su plan de invasión. Algunos comandos ya están parapeteados en posiciones clave: en los techos de la casa abandonada, a lo largo de los extensos ventanales del majestuoso hotel, dentro de algunas trincheras cavadas con apremio extremo. La historia está a punto de cambiar de dueño. Hoy ellos atacan, triunfan, consuman la venganza.
Los invasores ensayan una reacción, un escape y acaso una súplica. Pero la jauría, durante tanto tiempo acallada entre la esclavitud y el castigo, ya no les hace caso. Ese pueblo, que alguna vez perteneció al género que según el profeta es el más despreciable sobre la faz de la Tierra, sobrevivirá, renacerá, florecerá sin la mano del hombre.
Ellos, los perros, aúllan desde el horizonte inevitable de su raza maldita.


Parábola de los gordos

Había una vez un gordo que vivía en un barrio como tantos. Al contrario de otros gordos, era tímido, retraído, solitario. A base de arreglos de bicicletas —con los cuales mantenía contentos a todos los chicos del lugar— se había ganado el afecto resignado aunque noble de sus vecinos. De todos modos, el gordo era un tipo triste, tristeza que aumentaba considerablemente cuando veía pasar desde la ventanita de su casa a Elena, su amor de toda la vida. Elena, la de piernas largas, caderas firmes, rizos dorados; Elena, la que hacía arder Troya entre los machos que se la disputaban en el barrio; Elena, la que le dedicaba una sonrisita y un mohín inocente cuando lo saludaba.
Un día, el gordo se miró al espejo. En el cristal apareció una cara que no era la de él, pero que tampoco dejaba de serlo. Ese rostro de anteojos y gesto serio —que el lector puede llamar voz de la conciencia, superego o incluso hada madrina— era, para el gordo, la señal que había esperado durante tanto tiempo. En algún momento tenía que cambiar mi suerte, pensó. El espejo le preguntó por qué nunca había hecho nada para liberarse de su ostracismo, por qué era un tipo sin perseverancia, sin pasiones. Pero el gordo sólo prestó atención cuando la voz le dijo que podría hacer realidad un deseo... sólo uno. No dudó:
—Quiero ser flaco, dijo.
La imagen del espejo lo miró con una mezcla de compasión y despecho.            
Al despertar, el gordo era otro. Contento, abrió las persianas para gritarle al mundo que ya no tenía por qué compadecerlo o burlarse de él, que ahora sí Elena sería suya.  
         En ese instante —y antes de proferir palabra alguna— alcanzó a ver que alguien se acercaba a su pequeña casa. Desde la ventana, observó que la masa informe, en la que no podían distinguirse las piernas de las caderas de los cabellos, era Elena que venía a decirle que ay gordi mi amor no me vas a creer pero anoche me pasó algo loco apareció una figura en el espejo y me prometió hacer realidad mi sueño más preciado y yo le pedí ser gorda muy gorda para poder estar contigo mi gordi y que nadie diga nada porque siempre te quise siempre pensé que mi destino estaba unido al tuyo siempre te amé gordi y ahora podemos ser felices los dos, gordos

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