Thursday, January 10, 2013

2013: dos cuentos y una reflexión

Los invito:

Un cuento del gran David Roas, un micro texto mío aparecido en el excelente blog de Fernando Valls y una imperdible reflexión del nunca bien ponderado Jorge Ibarguengoitia (Gracias Ana García Bergua y demás derivaciones).

Das Kapital 

¡Hay tantas cosas en la vida más importantes que el dinero!
¡Pero cuestan tanto!
Groucho Marx
Overbooking. Los labios de la señorita que me atiende tras el mostrador de Swiss Air acaban de pronunciar la temida palabra. Para una vez que llego al aeropuerto con bastante antelación, resulta que el avión ya está lleno. La empleada, muy amable, se disculpa (Désolée, monsieur), me entrega una tarjeta de embarque sin asiento asignado y me pide que me dirija a la puerta A-8, donde sus compañeros tratarán de arreglar el problema. Sé que debo confiar en la eficacia helvética, pero, dado mi natural pesimismo, algo en mi interior me advierte de que el día ya no puede depararme nada bueno.
Aparto de mi mente tales pensamientos y me dirijo, siguiendo las instrucciones de la amable empleada, a la puerta A-8. Paso sin dificultades los diversos controles, me acerco al mostrador de la compañía, y tras explicar mi problema a las dos personas que me atienden, éstas me piden que me siente y espere. Al parecer, no soy el único con dicho problema. Una pareja me observa y sonríe como diciéndome Sí, a nosotros nos ha pasado lo mismo. Abro el macuto, saco un libro y me sumerjo en su lectura para entretener la espera.
Al cabo de un rato que se me hace eterno, uno de los empleados de Swiss Air que antes me han atendido se me acerca y me entrega una tarjeta de embarque. Pero al revisar el billete, recibo la segunda sorpresa del día, pues me han asignado un asiento de primera clase. Como tiene que tratarse sin duda de un error, voy raudo a comunicárselo a los empleados de Swiss Air, quienes, sin abandonar su amabilidad, aunque con cierto retintín de condescendencia, me dicen que no me preocupe, que no es ninguna confusión, sino que es algo usual recolocar a un pasajero de segunda clase (dicho así suena fatal) en primera.
Al entrar en el avión no puedo reprimir un escalofrío. Un mundo nuevo (sí, lo confieso, es mi primera vez) se abre ante mí. Nervioso como un niño en la noche de reyes, me dirijo a la plaza que me han asignado: allí me espera un enorme asiento de cuero gris donde me arrellano con un leve gruñido de placer. Compruebo, casi con lágrimas en los ojos, que puedo estirar las piernas con toda comodidad.
Antes del despegue, una azafata reparte con una amplia sonrisa periódicos, chocolatinas y agua (su acostumbrado uniforme azul me parece más sobrio y elegante que nunca). Un decepcionante pensamiento aflora enseguida en mi mente: ahora seguro que me dice que a mí no me dan nada de eso porque no he pagado el billete correspondiente. Me equivoco (otra vez), y recibo, agradecido, los mismos presentes que el resto de mis compañeros. Tras comerme la chocolatina, abro el recipiente del agua. Resulta deliciosa. Agua de primera, me digo, haciendo un chiste fácil.
El avión despega cómoda, limpiamente. En pocos minutos, se estabiliza y la amable azafata de antes empieza a servir la cena. Más sorpresas: la trucha está exquisita, el vino es un Mosela estupendo (250 cc.), el postre de chocolate es sublime (la azafata, al verme disfrutar, me trae otro plato, guiñándome un ojo), incluso el café resulta excelente... Y todo acompañado con inesperados cubiertos de metal (busco, disimuladamente, caras semíticas a mi alrededor, pues les están entregando el avión en bandeja; pero mis miedos son infundados).
Me levanto y voy al baño. Antes de regresar a mi plaza, siento la irreprimible tentación de mirar al otro lado de la cortina que la azafata, como es habitual, ha corrido tras el despegue para aislar la zona de primera clase (un acto que en mis anteriores vuelos siempre he sentido, desde mi asiento de segunda, como un insulto). Pero mi curiosidad no está motivada porque ahora me considere –circunstancialmente- superior a los viajeros de esa parte del avión, sino por una cuestión de perspectiva. En otras palabras, para experimentar qué se ve desde el otro lado de esa frontera de tela, ligera pero infranqueable.
Aparto un poco la cortina y me asomo. El panorama que aparece ante mis ojos es sobrecogedor: los viajeros se agitan salvajemente agarrados a los apoyabrazos de los asientos, algunos rezan, otros gritan, los miembros de la tripulación, sentados al final del avión, no pueden reprimir su pánico... Las fuertes sacudidas abren algunos de los compartimientos y caen maletas, objetos, prendas de ropa, sobre los aterrorizados viajeros.
Pero yo no noto nada. Miro detrás de mí y compruebo que en la zona de primera clase todo está tan tranquilo como al principio: mis compañeros han acabado de cenar y unos se han puesto a leer, otros charlan pausadamente, algunos incluso dormitan, mientras la azafata sirve café acompañada de su plácida sonrisa.
Vuelvo a asomarme al otro lado de la cortina y contemplo la misma escena espeluznante. Los viajeros siguen gritando, muchos lloran histéricos, una mujer abraza desesperadamente a su bebé. Las turbulencias son tan violentas que temo que el avión no pueda superarlas.
Asustado, estoy a punto de decirle algo al tipo que tengo sentado más cerca cuando noto una leve presión en el brazo izquierdo. Es nuestra azafata. Como si yo fuera un niño pequeño que ha hecho una travesura, me hace un simpático mohín de reproche, coge mi mano y, tras cerrar delicadamente la cortina, me acompaña hasta mi asiento.
Antes de sentarme le pregunto si puede traerme un whisky. Sin decir una palabra, toma una botella del carrito metálico, sirve una generosa cantidad de escocés y me entrega el vaso con una enorme, deliciosa y sedante sonrisa.
Arrellanado en mi asiento de suave cuero gris, me dejo embriagar por el sabor de la malta y finjo que pienso en la revolución.
David Roas
[Distorsiones, Páginas de Espuma. Madrid, 2010]
Fidelidad
 
Desde lo alto de la colina podía ver el cementerio. Los ataúdes resucitaban desde la entraña de la tierra, ascendían y luego comenzaban a moverse como un magma. Los primeros se atascaban en el cauce estrecho, pero la fuerza de los últimos se imponía y creaba un nuevo camino. Era cuestión de tiempo hasta que las aguas nos taparan.
Bajaron con rapidez y quebraron las altas puertas de hierro oxidado. Y luego se transformaron en una ola enorme y lenta que avanzaba sin pausa. De pronto, me pareció ver algo que se movía junto a los ataúdes. Pensé que estaba alucinando. Pensé que asistía a una venganza apocalíptica. Pero no. Efectivamente, había algo. Eran perros. Nadaban con destreza, acompañando. ¿Acompañando qué? Y entonces comprendí: todas las cosas volvían a su origen; los perros a sus amos, los amos a sus perros.
Sentí un ruido, como si tocaran a la puerta. Cuando me di vuelta y miré hacia las escaleras, hubiera jurado que mi perro me sonrió.
 Pablo Brescia
 [en http://nalocos.blogspot.com 4 de enero 2013]

Según parece, en los Estados Unidos el número de personas que han escrito una novela es monstruoso. Muchas veces mayor, por supuesto, al número de personas que han publicado una novela. En nuestro medio, inclusive, a pesar del elevado índice de analfabetismo que tenemos, el número de personas que creen que podrían escribir una novela con las experiencias que han tenido en su vida, es tremendo. Un soneto es algo mucho más difícil, porque hay que aprender a rimar y a contar las sílabas. Pero una novela, ¡en prosa!, es la cosa más fácil del mundo. Basta con sentarse frente a un hoja de papel y contar todo lo que nos ha pasado en nuestra vida, que es tan interesante. Lo malo es que no tiene uno tiempo, porque hay que trabajar para sostener a la familia, llevar a los niños a la escuela, ir a fiestas, lambisconear al jefe, etcétera. En realidad, escribir novelas es un trabajo de ociosos. Pero eso no quita que la mayoría de la gente tenga un talento novelístico innato o, mejor dicho, literario. La prueba está en las composiciones que hacíamos en la escuela y las dedicatorias que poníamos el día de las madres. Eran geniales.

Esta situación, la de vivir en un medio de novelistas potenciales, no frustrados, porque nunca han intentado ejercitar sus talentos, ni fracasado en el intento, hace que las personas, como yo, que no hacemos más que lo todos podrían hacer, seamos considerados como una raza parasitaria, superflua y, francamente, de muy poco talento, porque nos cuesta un trabajo horrible hacer lo que todos harían en sus ratos de ocio.

Por otra parte, esto de usar para expresarse un medio que todos conocen a la perfección desde primero de primara, hace que los escritores tengamos una cantidad de críticos exactamente igual al número de personas que saben leer y escribir. El de lectores, en cambio, es mucho más reducido, porque la mayoría de los críticos son apriorísticos.

- ¡Novelas, las mías! -dicen, y no compran las nuestras.

Criticar a un pintor o a un músico es más difícil. Al primero, porque sus cuadros no los ven más que los culteranos que van a las exposiciones, y porque, además, ése sabe mezclar los colores que requiere cierta ciencia; al segundo, porque nadie sabe leer música. Esos son desechados por locos que, en nuestro medio, es lo mismo a ser desechado por genio. Pero nosotros, los escritores, estamos en la línea de fuego.

- Oye, ¿cómo no me habías dicho que eras escritor? - me preguntó una mujer con quien he tenido la desgracia de trabajar varias veces en congresos. - A ver qué día me regalas tus libros.

Ha de creer que uno tiene que andar anunciándose, y que los libros los escribe uno para regalarlos. Yo nunca le pregunté si era casada, y si me enteré que tenía una tortillería automática, fue por boca de terceros. Además, nunca se me hubiera ocurrido pedirle una tortilla.

- Oiga, patrón, ¿cuándo escribe un libro de veras bueno? - me preguntó una mimeografista a quien cometí la torpeza de regalarle un libro -. Digo, porque ése es de relajo.

Pasa uno muchas vergüenzas.

- Tus libros me parece superficiales - me dijo una culta y, por supuesto, mal educada -, pero mi yerno dice que tienen mucho porvenir, y él es argentino.

Fue un consuelo.

Pero veamos cómo se comportan los demás profesionales. Un ingeniero se pone Ing. antes del nombre, y cuando su mujer llega a la casa, le pregunta a la criada:

- ¿Ya llegó el ingeniero?

Ninguna esposa de escritor le ha preguntado nunca a ninguna criada si ya llegó el Escritor. Entre otras cosas, porque lo más probable es que no tenga criada, y porque sabe que su marido no ha salido; está en su cuarto, frente a la máquina, devanándose los sesos.

Un lic., un arq., un dr., un ing. antes del nombre, o un CPT después, son signo de que alguien se ha pasado años leyendo libros que no leería de motu propio. ¿Pero nosotros? Para escribir novelas no se necesita más que leer novelas, qué, después de todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que además de parásitos superfluos somos hedonistas.

Pero como para adquirir prestigio no podemos recurrir a la aridez, porque sería contradecir los principios mismos de nuestro arte, podemos acudir a otras profesiones, que además de lo difícil del estudio tengan otras características que provoquen respeto por parte del público.

Un psicólogo, por ejemplo, es, en sociedad, mucho más aplastante que un ingeniero, aunque sea más difícil calcular un edificio que sentarse media hora a escuchar lo que dice un pariente. Todo le tienen miedo, porque creen que les va a encontrar un defectazo. La mecánica de este proceso es que el ignorante no sabe qué signos pondrán en evidencia qué cosa. La magia del psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que nadie entiende. La base del prestigio es la incomprensión.

Esto puede ser la salvación del escritor. Si, por ejemplo, en vez de contar la novela de principio a fin, la cuenta del fin al principio, si repite la misma escena desde tres puntos de vista diferentes, si quita del diálogo los nombres de los interlocutores, si describe una mesa como si fuera un paisaje, y un paisaje como una mesa, logrará confundir completamente al lector. Es posible que éste nunca termine de leer la novela, pero respetará al que la escribió.

De ahora en adelante escribiremos así y dejaremos de ser parias.
 
(6/dic/68)
Jorge Ibarguengoitia