El amigo Francisco ha donado un cuento para Preferiría (no) hacerlo. Gracias! Ahí va:
CUANDO ESCUCHÉ AL CAMPEÓN
DE DAMAS ESTILO LIBRE
Me lo presentó
el azar.
Estaba almorzando solo en el hall
de la universidad, situación que a veces me produce cierto placer (si estoy
leyendo algo bueno, si estoy escribiendo algo bueno, si hay mujeres guapas a mi
alrededor), y a veces termina por deprimirme (si no sucede nada de lo anterior,
pero también si el día ha sido largo o se avecina largo, tengo trámites
engorrosos que cumplir o, por el contrario, no tengo nada que hacer: esas veces
prefiero almorzar acompañado, perderme en el sopor de alguna conversación
divertida, algo banal, en la copucha malintencionada, en sueños de futuros
alternativos que son imposibles de alcanzar).
Se llamaba Bairon. Tal cual. (Luego —otro día— revisaría su cédula
de identidad y lo confirmaría, algo decepcionado: Bairon era —es aún, espero—
un personaje tan fascinante que me pareció impropio de él presentarse con su
nombre verdadero.) Vestía jeans,
zapatillas para correr blancas y una camiseta también blanca en la que, además
de su panza, resaltaba una mancha de café a la altura del pecho que parecía un
continente sin explorar. El pelo largo y enteramente cano se le mezclaba con
una barba gris descuidada y amarillenta.
Estaba sentado en una mesa contigua a la mía, jugando damas consigo
mismo. Yo soy algo tímido de día (y sin alcohol, habría que agregar) pero pudo
más la curiosidad. Me acerqué sin saludarlo. Simplemente me senté en su mesa y
tomé un trago largo de mi Pepsi light. Después lo miré jugar. Él no se inmutó.
Le achunté, pensé.
Bairon era campeón de damas. Yo no sabía ni sé aún si hay o no
campeonatos de damas, pero él se presentó de esa forma: "Hola Francisco,
mi nombre es Bairon. Soy campeón de damas". Sentí envidia de él. Yo sólo
era capaz de presentarme con mi nombre. No era ni soy campeón de nada. Pero
Bairon no invitaba al resentimiento. Bairon era un pensador.
"¿Has jugado damas tú alguna vez, Francisco?" Eso me preguntó.
"No. Nunca". Eso le contesté.
"En el juego de damas", me dijo, "las movidas que menos
perturban tu posición en el juego son las más proclives a perturbar a tu
oponente".
"¿En serio?" (No se me ocurrió otra cosa que decir.)
Bairon pareció no escucharme. Continuó hablando:
"Como todos los asuntos que conciernen al juego de damas,
éste también se aplica a todos los campos de la vida. Te daré un ejemplo,
Francisco: la indiferencia fingida —estoy seguro de que la conoces, la has
padecido o la ejercitas— es el mejor señuelo, aun cuando no se trate más que de
una actuación sucia y engañosa. En el juego de damas y en la vida, a fin de
cuentas, todo lo es".
Después de decir eso se fue, y yo me quedé en la mesa, solo, ligeramente
abatido, con una lata vacía de Pepsi light y las sobras de una enseñanza que
sospechaba no llegaría nunca a aplicar.
Llamé a una de las camareras y le pedí que me trajera una tartaleta.
Pensaba que
Bairon quería transformarme en su discípulo. Enseñarme todo lo que había que
saber sobre las damas y esas cosas. Empezamos a vernos en el hall con cierta frecuencia; al menos una
vez a la semana. Él jugaba contra sí mismo mientras hablaba. Yo lo miraba jugar
y escuchaba, tomando Pepsi light y comiendo tartaletas.
A veces Bairon decía cosas como: "Los tontos creen que el ajedrez
es el juego que juega la gente inteligente". Decía una cosa como ésa y
después se me quedaba mirando, como esperando una reacción. Yo ya le conocía el
truco, así que me limitaba a mirarlo de vuelta y esperar, sabiendo que la
explicación no tardaría en llegar. "Miran a las damas peyorativamente,
como algo menor. Están profundamente equivocados. El ajedrez no tiene nada que
ver con la inteligencia. El ajedrez es un juego que sólo usa la memoria. Se
trata de memorizar jugadas y aplicar lo memorizado. Sólo eso. No hay mayor
pensamiento allí. Por eso es que juegan contra máquinas, Francisco. ¿Te das
cuenta? Pero yo te pregunto esto a ti: ¿cuál es la máquina, ahí, en esos
juegos? ¿Cómo diferenciarlos? El juego de damas, en cambio, es un juego humano.
Por eso se parece tanto a la vida. Es en apariencia sencillo (los movimientos
son pocos y poco intrincados), pero una vez que empiezas a jugarlo descubres lo
difícil que es, las infinitas posibilidades que se van abriendo a medida que el
juego avanza, lo concluyente —o, por el contrario, influyente— que puede ser
cada uno de tus movimientos. Y te digo aún más: las movidas que alguna vez se
creyó que llevaban al empate, ahora se sabe que llevan a perder; movidas que
alguna vez se creyó que llevaban a ganar ahora se sabe que llevan a empatar. El
juego de damas es un flujo constante".
Cosas como ésa solía decir Bairon, mientras estábamos sentados en el hall, rodeados de profesores de letras y
una que otra alumna que iba a sentarse allí a aparentar leer a Salinger o al
escritor entretenido de turno (Haddon, Kalfus, Safran Foer).
Yo pensaba que Bairon quería transformarme en su discípulo. Pero estaba
equivocado; su interés por mí no iba por ese lado. Que yo recuerde, nunca me
ofreció jugar una partida siquiera. Lo que Bairon quería era alguien que lo
escuchara. Nada más. Cuando lo supe me pareció el arreglo ideal: no me
gustan los juegos y tampoco que me enseñen cosas. Pero siempre he creído que
hay algo en escuchar a la gente que no cansa nunca.
Bairon quería que alguien lo escuchara porque se estaba muriendo. Tenía
un cáncer de pulmón, lo mismo que acabó con mi madre. Le dije algo al respecto
cuando me lo comentó, por decirle algo (porque algo había que decir). Le dije
que cuando supimos la noticia de boca de mi madre, mi padre le dijo lo
siguiente: Todos nos vamos a morir.
Bairon se quedó pensativo unos segundos, movió una de las piezas
negras, y después habló, sin despegar la vista del tablero:
“Sí, todas las partidas tienen un final, Francisco. Pero cuando llega el
final de la partida, hay tres posibles desenlaces: o bien ganaste, o perdiste,
o empataste. Y no es lo mismo ganar a empatar, empatar a perder”.
En ese momento pensé que, interesante o no, había una alta posibilidad
de que Bairon fuese un imbécil.
Lo que recuerdo
de la última vez que vi a Bairon:
“Cada movimiento hacia adelante crea una debilidad, Francisco. Tú no
juegas damas, lo sé, pero recuerda eso, nunca lo olvides. Recuérdalo cuando
trates con mujeres, cuando hagas amigos, cuando estés con tu familia, cuando
escribas, cuando juegues a la pelota. Para estar seguro de tu posición, debes
empezar por dudar de ella. Pensar —¡saber!— que todo puede pasar. La comodidad
crea sopor; el sopor trae consigo banalidad. Ése es el momento para moverse, no
otro”.
"Hay gente que cree que la vida es distinta de los juegos de mesa
en que éstos son juegos de suma cero (es decir, que para que ganen unos deben
perder otros). La vida, de acuerdo a estas personas, tiende a dejar espacios
para que haya múltiples ganadores. Incluso, más que dejar espacios —dicen
ellos— lo que hace la vida es buscar que todos ganen. Como si en vez de un
oponente a derrotar, se buscara un resultado del que pudiera beneficiarse toda
la humanidad. Esto es una falacia, por supuesto. Uno vive bien —y escucha lo
que te digo, Francisco— sólo en la medida en que sabe que hay otro viviendo mal
o peor que uno. Y aún más: se vive mejor cuando la acción directa de nuestros
actos nos encumbra a la vez que deja por los suelos a otro. Cuando uno de estos
dos factores nos falta, nos embarga una sensación de vacío. Un vacío que los
cristianos llenan con un sucedáneo de la nada al que llaman fe, que los jóvenes
reemplazan con sexo desenfrenado y ojalá anónimo, que los viejos buscamos en
los recuerdos tergiversados de un pasado que nunca llegó a pertenecernos del
todo".
Ante esto último, recuerdo haberle dicho que creía que estaba siendo
demasiado críptico, que no me quedaba muy claro a qué se refería. Me contestó
sin contestarme, como solía hacerlo, yéndose por las ramas:
“Con Tom Wiswell jugábamos damas en los tableros públicos del Seaside
Park en Coney Island, cortesía del departamento de parques y esparcimiento de
la ciudad de Nueva York. No había nada más barato que eso. Apenas si
necesitabas diez centavos para comprar las piezas. Y había algo reconfortante
en estar rodeado de jubilados e inmigrantes, de pordioseros que llevaban años
viviendo en el parque, Francisco. Como si el tiempo fuera algo vivo, asible.
¿Me entiendes?”
Asentí con la cabeza, algo mosqueado. Pero luego dije, olvidándome de la
pregunta anterior: “¿Quién es Tom Wiswell?”
“Tom Wiswell es una leyenda”, respondió Bairon. Y continuó: “Tom Wiswell
fue campeón mundial de damas estilo libre. Tom Wiswell me enseñó a jugar damas
estilo libre. Tom Wiswell se retiró después de haber sido campeón invicto
durante 25 años. Tom Wiswell es un genio. Tom Wiswell es un idiota. Tom Wiswell
es un filósofo New Age de cuarta categoría. Tom Wiswell dice cosas como: Antes de cada juego piensa lo siguiente:
Puedo defenderme de mis oponentes, pero ¿quién me defenderá de mí mismo?
Tom Wiswell tiene millones de frases como ésas anotadas en un cuaderno. Tom
Wiswell les llama proverbios. Tom Wiswell me obligó a aprenderme todas sus
frases-proverbios de memoria, al punto de que ya no sé cuándo el que habla es
él, cuándo yo. Tom Wiswell jodió con mi cabeza, me jodió la existencia. Tom
Wiswell consiguió hacer de mí un campeón mundial de damas estilo libre. Tom
Wiswell consiguió que me echaran de la federación y me retiraran todos mis
títulos y me deportaran de los Estados Unidos y tuviera que venir a caer a este
país de mierda. Tom Wiswell está muerto”.
Vi a Bairon pararse de la mesa y alejarse. Lo esperé veinticinco
minutos. No volvió. Luego guardé el tablero y las piezas en mi maletín, pagué
mi Pepsi y mi tartaleta, así como el Express de Bairon, y me fui a una reunión.
Llegué cinco minutos tarde pero nadie pareció reparar en mí. Al salir todavía
se repetían en mi cabeza las últimas palabras que me había dicho. «Tom Wiswell
está muerto». Tom Wiswell estaba muerto. Eso tal vez fuera cierto. Tal vez
fuera cierto asimismo que Bairon estaba por morir, de un cáncer de pulmón. Tal
vez yo mismo estuviera cerca de la muerte sin saberlo. Esas cosas escapaban de
mi control y no valía la pena preocuparse por ellas. Hay un tiempo para atacar
y otro para defender, y hay otro para esperar a ver qué sucede. Hay que saber
cuándo hacer qué. Uno de los errores más grandes en el juego de damas —así como
en la vida— es creer que lo tienes todo bajo control. Se recorre una milla a la
vez. Se juega un juego a la vez. Una movida a la vez. El juego de damas, la
vida, requieren paciencia. No se puede cosechar victorias si no se han plantado
las semillas del triunfo. Después de que pierdes un juego sólo hay una cosa que
hacer: ordenar las piezas para empezar de nuevo.